En lo que creo (J.G. Ballard)

"Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados"

martes, 11 de agosto de 2009

temprano a un día del trabajador

El despertador no alcanza a sonar, es Violeta quien se le anticipa. Son las 6 de la mañana y en nuestra cama ya no cabe nadie más. Ema cuelga del pezón de mamá, Violeta les hace arrurrú, pide su mamadera y yo intento abrir un ojo para encenderle el televisor y esperar la hora de la ducha. Es difícil seguir durmiendo. Me levanto sonámbulo a hervir agua y preparar la leche. Para cuando vuelvo Violeta ya discute sobre los juegos que llevará a la playa el fin de semana. La mamá funciona con el piloto automático, es capaz de hacer dos, tres cosas a la vez y dormir al mismo tiempo, es una maravilla de la naturaleza, un espectáculo.
Cuando hemos tomado el desayuno emprendemos el viaje dejando a mamita y Ema en casa[1]. Las cinco cuadras que nos separan del jardín son una aventura musical. Algo nos sucede que vamos buscando estrofas, sonidos, pequeñas partes de canciones que ella y yo tarareamos. Esta semana le enseñé “no voy en tren / voy en avión / no necesito / a nadie / a nadie alrededor”. Le hablé de Charly; del bigote de dos colores y de sus uñas pintadas.

Antes de cubrir la primera cuadra Violeta pide caballito. La subo a los hombros y en señal de galope relincho como si fuera un percherón tirando una carreta. Violeta sabe que si tira mis orejas salimos corcoveando desbocadamente. Violeta no deja de jugar con mi pelo por lo que he dejado de peinarme.
En el camino hay un par de situaciones que repetidamente llaman nuestra atención. La ciclo vía y el mal uso que le dan algunos vecinos: autos estacionados en medio de la pista, vehículos que Violeta detecta y acusa severamente. Peatones que caminan pánfilos, a quienes mi hija les dice en tono grave: por ahí no!!!! Es para las Cicletas!!!! Luego está el auto rojo bien chocado en sus focos delanteros que le provoca una pena enorme, Violeta no entiende cómo no lo llevan al Doctor. Ella, en un ejercicio de contraposición, piensa en nuestro viejo peugeot que también estuvo enfermo y que después de varios doctores se mejoró. Cerca ya de la cuarta cuadra la casa que pintaron blanca le fascina, pero insiste en que le faltan flores y pasto. Las pequeñas flores de la tercera casa después de la blanca son color Violeta, cortamos una que otra en más de una oportunidad. Sin medir las consecuencias, como debe ser en estos casos, dejamos la planta sin flores. La respuesta de Violeta fue: papá tenemos que comprar unas flores lindas y se las traemos a la señora para que no llore más. Por último, todos los días sin que se le escape una sola vez, llegando ya al jardín, me pide que salude a la Vale[2] y le diga que ella la está esperando. Despedirnos es un momento de drama, no tanto por que lloriquee o escandalice el momento, sino por la tensión que significa, por la posibilidad de que algo explote, de que me diga prefiero irme a la casa o no te vayas. Pero sucede más o menos tranquilamente. Le saco sus zapatillas corredoras, se pone, con mi torpe ayuda, sus pantuflas de lana y entramos a esa casa bella y mística que es donde pasa todas las mañanas. Un abrazo bien sentido a sus tías, sacar la fruta y ponerla en un canasto junto a la de sus compañeros, colgar su bolsa, darme un beso religioso y acercarse tímidamente a jugar con los tempraneros de siempre. Tía Caty me dice que tenga buen día y a la calle con el corazón colgando de un hilo. En la esquina compro el diario y la pesada realidad gobierna mi andar rumbo al trabajo.



[1] El poder insoportable de la realidad contamina los breves contactos con Violeta. Esto es: cortar las uñas, lavar dientes y manos, abrigarla, apúrate que vamos a llegar tarde, Violeta hay que acostarse, no hagas eso, no esto y no lo otro. En fin, no debiéramos perder el tiempo con tanto deber, no quisiera quitarle juego y magia a mi niña hermosa. Sucede que gasté mucho tiempo contando historias verídicas, crónicas adultas y lateras. Cuando lo que le gustaba era la fantasía, los duendes, los Totoros, incluso dragones y espadas. De haberlo sabido antes comenzaba a seducirla con la Princesa Prometida y las ratas gigantes del bosque.
[2] Su amiga Valentina, compañera de jardín y vecina, que siempre llega más tarde y nunca me cruzo en el camino de vuelta.

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