En lo que creo (J.G. Ballard)

"Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados"

viernes, 7 de agosto de 2009

Dieciocho botella

Guarden manos compañeros

Ayer no pude trabajar. Aclaro: estuve todo el santo día en mi puesto de trabajo, jornada completa. Pero no hice nada de lo que dicen mis funciones definidas por los astutos de la organización. Esto es el aburrimiento de lo cotidiano. Como dice la canción de moda: “Una y otra y otra vez”, siempre lo mismo.

Puedo imaginar, puedo navegar por la red, puedo incluso escribir lo que me venga en mente, pero soy culposo y responsable, o pelotudo como me llaman mis amigos escritores en razón del despilfarro de tan preciada libertad laboral. Me preocupo. Los escasos correos electrónicos que recibo en mi bandeja de entrada[1] no alcanzan a divertirme. Estos documentos los leo, reviso y sufro. El ahínco con que respondo no es suficiente, no logra provocar dialogo alguno en mis interlocutores. Pierdo total interés. Condición existencial permanente.

El frío invernal de mi pequeño stand boicoteó mis intenciones de hacer frente a unas planillas excel intratables. Me invadieron, por una buena vez, los recuerdos olvidados y así también me vino en memoria esta anécdota:

Decir que nos dejaron solos es injusto, recordar las razones de dicha huerfandad es imposible. Pero es un hecho que la mayoría se había desplazado al litoral central a disfrutar de las fondas con los Tommy Rey[2] y con, el todavía vivo, Pachuco y su Congo.

Teníamos algo así como 17 años, era un dieciocho de Septiembre en Santiago, una noche sin planes, un grupo de huevones -pendejos- aburridos con mucho tiempo, sin mujeres y escasa experiencia como para salir del atolladero. Los cuatro parquetas eran: el Chupayas, el Bueno -el malo y el feo también-, el Suerte y yo, el Paila o Pailón o Dumbo o el mejor de todos (caricias) –entre paréntesis-. En fin, uno de nosotros venía llegando de Norte América, uno de nosotros sería nuestra única oportunidad de abarcar lo inexplorado, ¿cómo decirlo mejor?, de intrusear en lo prohibido.

Quedarse en Santiago se veía como una experiencia nueva. Un dieciocho en la capital podía ser aquello que nos liberara del mundillo tranquilo y conservador en que nos movíamos. Teníamos de forma casual y extraordinaria recursos monetarios y libertad de acción -nuestras madres reposando el rico almuerzo playero; desinformadas y confiadas en cada uno de los pendex que ociosos se imaginaba la casa sola y la pieza en el hotel del “ni tan Bueno”-. Cabe precisar lo siguiente: El “casi Bueno” se alojaba en un excelente hotel junto a su familia. En lo personal nunca conocí uno. Y éste, el Gran Chesterton, quedaba ubicado en el barrio gótico de Vitacura. Nosotros, cada uno de nosotros, soñábamos y competíamos por la tarjeta de hotel que ya en ese entonces era lo mismo que una llave de hotel. Todo lo anterior bajo la fantasía de concretar alguna insinuación calentona.

Los recuerdos pierden la intencionalidad de las acciones.

Llegamos al Blockbuster o Errol´s con un objetivo claro: arrendar “Bajos Instintos” -¿notan el tono inocente?, la falta de pornografía a esa edad es un síntoma claro de algo-. Compramos un Vodka y sin saber porqué una caja de condones. La escasa experiencia es clara, la caja de preservativos es herencia de las campañas scout “siempre listos”. Todavía íbamos a misa los Domingos.

Y nos servimos los primeros vasos, buscando el equilibrio del hielo y el agua tónica -¿o en esos tiempos lo tomábamos con naranja?-, mirando atónitos como la Sharon Stone hacía un cruce de piernas perturbador. Como esos blancos calzones cuneteados debajo de los jumpers de nuestras compañeritas de colegio; recuerdo particularmente los churrines más gastados de la Martuca Farfán. Ave María que le gustaba mostrarlos.

La noche era tranquila, la luna y las estrellas jamás se aparecieron.

Y la temperatura y las ganas de salir al dancing o al agarre o al atraque crecían exponencialmente. Uno de nosotros, el jil de la pieza en el hotel, el “Bueno pa la Manuela” no aguantó más, necesitaba saber cómo se ponía el globito, cómo funcionaba y si de verdad era algo seguro. Y así, puñete en la guata de por medio, dale que dale, lanzó todo su liquid dentro del plástico recipiente. La vergüenza estaba consumada, el no saber qué hacer con la huevadita, el colmo del entrampamiento. La evidencia onanista. Hay que decir que la creatividad siempre ha sido lo suyo y para salir de estos vericuetos con ella basta, o bastaba. Porque los nervios de punta y el pavor a la humillación le nublaron las ecuaciones estratégicas. Sin pensarlo tanto, eso queda claro, el amigo no haya nada mejor que eliminar el sombrero de goma por la ventana. Salió del baño como un adulto iniciado y, al tiempo, saludó a los restantes huevetas con las manos recién lavadas como si nunca hubiese estado con nosotros –quienes tratabamos de descubrir a la mujer del picahielo-.

Y vamos contando lo ocurrido:

- no que ahí, yo, eh, eh… métale métale y bueno… la hueá funciona y quedó llenita y la tiré pal lado pos loco, así no la pilla tu mamá. Cachai.

-Pero Puta huevón “Bueno pa cagarla”. Si mis vecinos son amigos de mis viejos. Y me van a cachar y ahí si que va a quedar la zorra.

Entonces después de breves, brevísimas reflexiones colectivas -siempre ocurre esto cuando el alcohol se ha tomado, literalmente, nuestra razón[3]- el “mala Suerte”: pum!, saltó la muralla y gritó a boca de jarro.

- ¡¡vigilen que nadie nos vea!!.

Y con las manos inocentes, de uñas bien comidas, el “pobre Suerte” recogió el condoncito lleno de leche sin lactosa, lo envolvió en un papel más higiénico que lo nunca antes visto y derecho al basurero, no al del baño, sino al grande. Botó el condón moquiento en ese tacho que nunca nadie revisa por temor a encontrarse con su propia sombra.

Seguimos en la carretela sin recriminaciones, sin ningún tipo de sanción disciplinaria. Algo bastante lógico si entendemos que el manflinflero era el “niño Bueno” con ansias de hombre que guardaba las llaves/tarjetas del hotel. Era el quién podía darnos el pase a lo indecible.

Los tiempos cronológicos se disuelven como hielos.

En lo que fueron segundos ya estábamos sobre la 233, amarilla flash, veloz como un cohete. Cruzamos desde lo alto hacia las profundidades de nuestra borracha capital. Si en nuestros barrios palmeras todo se hacía puertas adentro, en estas otras calles todo era bullicio, fiesta y cumbia sound dieciochera. Busqué un anticucho en los puestos del puente pio nono comprendiendo que si quería alcanzar la gloria califa tenía que ser capaz de pronunciar un nuevo nombre, un nuevo número telefónico.

Nada de lo que soñamos ocurrió. Todo lo fantaseado ocurriría tiempo después.

Recuerdo a los cuatro entrando en la discoteca, recuerdo a los cuatro comprando copetes a luca y dos lucas –orgullosos-, recuerdo a los cuatro buscando por aquí y por allá alguna mina que quisiera bailar ese ritmo nada parecido a lo chileno. Era, tal como se promovía, una fiesta funk. Una fiesta original. Eso no nos incomodaba, nos daba mayor libertad de piernas.

Es difícil asumir la derrota.

Terminamos bailando unos solitarios zigzagueantes, terminamos rendidos al alcohol. Terminé absorto mirando una chica de rastas de distintos colores. Terminé cegado por lo que veía.

La noche actuó tal cual un oráculo de lo que sería nuestra juventud.

La noche se fue marchando y la resaca nos pilló sentados en la cuneta esperando taxi para la casa. Y así mismo nos fuimos de la Fabrica Discotheque, a continuar el dieciocho funky, el dieciocho botella.



Francisco Izquierdo U
[1] Bandeja de entrada: curiosa manera de llamarle. Podría ser también: palangana de salida.
[2] Se lograba percibir, ya en esa época, que había más de una sonora con dicho nombre, de hecho tocaban en distintos balnearios en tiempo simultaneo.
[3] Recuerdo una despedida de solteros, ya moyorcitos los -como dicen en los libros con traducción española- tontoculos. En fin recuerdo un carrete en que terminamos los mismos parquetas durmiendo en la calle o en el antejardín -en el mejor de los casos- sin poder pillar unas putas llaves de la casa que estaban delante de nuestras narices. Breves, brevísimas reflexiones.

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