En lo que creo (J.G. Ballard)

"Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados"

martes, 21 de junio de 2011

La Memoria Barroca o el recuerdo exagerado del campo

Los recuerdos de la infancia y juventud temprana me parecen imágenes exageradas; entre el olvido y la memoria concentro un grado de fantasía que decora barrocamente todo lo que pueda decir.

Mi fascinación por la tierra y el contacto con ella se circunscribe a esta sensación de lo exagerado. Aun así, la reminiscencia de esta parte de mi vida es luminosa, cargada de olores y fuertes sensaciones de que en esa época estaba más vivo que hoy.

El capítulo valle central lo refiero a las aventuras familiares, por el lado Izquierdo, en la ciudad de Santa Cruz y sus campos, cerros y tranques. Estos fragmentos de mi vida los dominaba el idolatrismo por el primo mayor, el cariño infinito al padrino y la breve temporada en que mi abuelo Pancho dejó huella entre los quiosqueros y viejos cascarrabias de la plaza y el club social.

Nunca me ha gustado la figura del patrón de fundo, menos todavía la del huaso pituco que habla de ñato, que guarda a su mujer moderna en la cocina y que tirita cuando se habla de reforma agraria. A ese huaso no le doy pelota. De ellos está lleno. Pero por suerte este valle de Colchagua reúne pueblos y escuelas de formación con profesoras octogenarias valiosísimas que han influido alegremente en la gente del campo, permitiendo su aprendizaje y el orgullo y cuidado de su cultura más profunda. Una de ellas es la Nanita, abuela del primo mayor (Nota aparte: campeón regional del flato en su forma de abecedario completo), mujer de semblanza tranquila, cariñosa y alegre, una mujer bella, delgada y elegante en su sencillez. ¡Que ganas de haber sido su alumno! Y qué decir del tata Juan, el único hombre capaz de acompañar esta tremenda mujer, un caballero, delgado y tranquilo,  conocedor y observador silencioso de cuanto partido se transmitiese por la tv o la radio o simplemente en su imaginación. Nunca supe su equipo preferido. Nunca lo escuché burlarse de las derrotas cruzadas. Todavía lo veo en el estar de la casa de su hija Cocoy sentado con las manos sobre las piernas, sereno siguiendo un clásico del domingo. Tal vez con una risa suave, entre picarona e ingenua, provocada por alguna payasada de uno de los muchos nietos que siempre le acompañaron.

Y no puedo olvidar a Ramón Vallejos, de quién guardo la impresión imborrable de su estampa parecida al cowboy valiente del cine en su casa. Figura entrañable de este pueblo de la Cruz  y de la Santa ahora transformado en museo por el deseo filantrópico del exportador de armas multimillonario que es Carlos Cardoén, quien debiese conceder una biografía no autorizada de sus anécdotas bélicas y las seguras participaciones en la CIA y la KGB. De este Ramón mítico nunca sabré porqué su cariño y afecto. Este Ramón ídolo, que perdió a su querido hermano, no hace mucho tiempo, en un duelo por la espalda, en un ajuste de cuentas. Este Ramón siempre  a caballo o al volante de alguna camioneta tamaño gigante, este Ramón siempre cariñoso, de voz ronca, con sus estupendos perros que lo acompañan y cuidan de caer o dejar el poncho en alguna zanja perdida. Este Ramón sigue presente en mi sufrimiento urbano capitalino falto de aire.

Y por las recrestas no puedo olvidar el futbol en canchas improvisadas con arcos polerones y líneas invisibles. Imposible evitar mencionar la influyente presencia del Dago en mi fervoroso, sufrido y a veces avergonzado seguimiento al equipo universitario de la iglesia católica y apostólica y romana de la franja azul, tan dolida en estos días.  Por Dagoberto me creí Prosinecki; eximio jugador de la selección yugoslava, de parecido innegable con el actor Willem Defoe, campeón del mundial juvenil realizado en nuestro país el año 87 y luego Croata a causa de la guerra de los Balcanes y, entre otras similitudes, rubio como yo, medio jorobado como yo, técnico en sus pases y habilitaciones como yo, enamorado de la pelota como yo, lenteja para ir tras ella como yo. Dagoberto Urzúa, único tío realmente bueno para la pelota, único tío con posible  nombre y espíritu de futbolista brasilero, único tío casado con la graciosa hermana de mi padre, Mané.

También figura enquistado en mi corazón mi tata Hernán, no solo por el olor a Sur y a río y a pesca y a libro inglés y a policial negro y a cocina a leña y a desayuno atómico: palta y jamón ahumado y frutas de la estación y huevos y más jamón por si las moscas, sino también por los vívidos recuerdos de las salidas tempranas del colegio, de los secuestros premeditados en busca de las cacerías de pajaritos rodeados de lindos campos de bellos arrozales y de maravilla y amaneceres neblinosos ocultos en camuflaje militar a la espera de la valiente tórtola que atraviesa rauda y zigzagueante como el soldado Ryan en su desembarco en Normandía. Y por las tardes ya medio bamboleados de tanto vodka tónica subiendo lomas cubiertas de espinos para acechar la llegada de los pajaritos sobrevivientes que buscan su rama para el sagrado descanso. Fui y seré mojonero. Recuerdo sangre y plumas, recuerdo el morral atiborrado de tórtolas y perdices. Si se me permite, la parte negativa de todo esto dice horrenda relación con una cantidad importante de cazadores furtivos que tiene su origen deformativo en las fuerzas armadas de nuestro país, carabineros en retiro su mayoría, fanáticos enajenados de campeonatos de caza metralla en mano los que develan su ignorancia y falta de romanticismo (basta leer Miguel Delibes para reconocer este sentido atávico). La cacería que yo recuerdo es solitaria, fría y barrosa, con neblina y un trago de algún destilado que honre la muerte toda vez que volvía con el plumífero dando sus últimos respiros.

Recuerdos fundacionales que escritos hoy desde este piso trece parecen un lamento nostálgico de una vida lejana y añorada, recuerdos que espero no olvidar jamás.

martes, 7 de junio de 2011

Antes un alud


El estallido volcánico del Cordón Caulle engrandece y magnifica involuntariamente la figura del abuelo. En otras palabras, lo que uno diga del tatita se vuelve una mentira personalísima.

Es un poco espantoso venir a enterarse de este cordón volcánico ahora que la cosa está en plena erupción, cuando arto tiempo atrás estábamos métale pescando en unas pequeñas lagunas cordilleranas que ahora son sendos cráteres furiosos en actividad destructiva a todo cachete. Este Cordón Caulle, del cual te puedes informar en www.wikilosrios.cl , está en toda la Sierra Nevada del Lago Ranco por un lado y el Puyehue por el otro. Basta decir que el paisaje montañoso de estas coordenadas se encuentra rodeado de torrentosos ríos y escarpados cerros. Una mirada atenta, bien intencionada y conocedora, como la del abuelo, permite ser cauto y evitar alarmismos apocalípticos. Es decir para no caer en la tontera alharaca de creer, sentir y pensar que este sí que es el fin de Chile y el mundo, hay que saber que en 1955 el Volcán Carrán bañó de ardiente lava todo el valle del Riñinahue; y que ahora, sesenta años después, lo que fue un siniestro es una conjunción de bellas laderas que caen ingobernables de estos cerros que evidencian fuertes erupciones volcánicas, a través de orillas de ríos transformadas en canaletas de piedra pome que forman imponentes saltos de agua, arenales, nóveles bosques llamados renovales y tierras con excesos minerales a toda vista recientes. 

Son bellas las caminatas por estas tierras, es buena la pesca. Es, exagerando, una tierra todavía poco explorada.

Es la tierra de la aventura y de las hazañas forestales (por favor la ecología profunda reservese el derecho a no opinar). Es la tierra en donde se forjó el espíritu de los mismos que hoy ni cagando se van a mover ya venga el presidente con su Hinspetter (que es como el rodweiller del chorito de plaza) gritando voz en cuello del peligro inminente. De este grupete busca formar parte mi abuelo, sin ser un colono, su historia, fantasía y literatura se han construido en este mito, en esa figura y en esa cultura. No es la imagen de los Ingals ni de los colonos yanquis en cuatro por cuatro que mostraba el cine en su casa, sino la de familias de colonos belgas de 1930 cruzando los ríos de la región de Aysén en carretas con ruedas de madera y caballos extranjeros cagados de fríos con el agua hasta las orejas y la nieve un poco más abajo. Es y será la imagen del pirata perdido que navega en lagos de agua dulce a punta de balsas de troncos flotantes que cargan monedas de oro en madera nativa. Es el viejo mañoso que raptado por mapuches del lado argentino negocia su vida a punta de botellas de whisky y mujeres de pelo amarillo. El mismo crestón que mira el suelo buscando ramas de las que agenciarse un firme bastón para apoyarse en eternas caminatas. Es el abuelo que enseña a cruzar ríos tomados de la mano y en cadena donde cuatro patas son más que dos, más firmes y seguras. Y a la vez y con el tiempo es el abuelo de tu corazón que te deja ese grabado de agua fuerte y no se te olvida nunca y lo piensas bien, filosóficamente,  y ese río Nilahue que cruzábamos osadamente ahora se vuelve como la vida. Y esto ya parece la película “A river run trough it” de Robert Redford, y las niñas ya lo saben: es la misma en que actúa Brad Pitt con el postergado, pero recién ahora valorado, Craig Scheffer que juntos las hacían de hermanos McLean, hijos del reverendo presbiterano, y los perlas pescando de lo lindo en los ríos de Montana.

Es el abuelo que en su ocaso vuelve a levantarse, testarudo, sin dejar que nadie le ayude ni le  tome el brazo, el tata que ronca ebrio de fragante jerez Tío Pepe como los tronados del Carrán, es el abuelo que bien preferiría morir arrasado por el  alud del Iculpe antes que ir a parar a un hospital privado de libertad a culpa de un mal moderno. Es Hernán Ugarte, ese viejo cabrón, que nos vio crecer asustado por la falta del Candor del Padre Brown y la ignorancia y ausencia del Hombre que fue Jueves, es el mismo abuelo que lee una y otra vez el excitante diccionario de erotismo ilustrado en el baño a las seis de la mañana. Es el retata furioso por la segura inoperancia del alcalde y del intendente y de todo aquel que no vaya a escuchar sus consejos. Es el mismo viejo que debe tener la Violeta amarrada al muelle fantasma lista para zarpar al rescate de sus vecinos y amigos y desconocidos todos en estado de emergencia. Y el leyendo con las botas puestas sin siquiera inmutarse de la serpiente de fuego que baja por el río de su vida. Y el que espera irse de último será espectador privilegiado de la fuerza de la naturaleza que brama desde su centro.

Y uno aquí, como las reverendas huevas, sentado frente a un horrible notebook, en el piso 13 de un edificio ultra moderno, soñando despierto con el río de su vida, con el abuelo de su corazón.