En lo que creo (J.G. Ballard)

"Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados"

jueves, 18 de noviembre de 2010

De vez en cuando hay que trancar con la cabeza

Me entretiene servirme de mis recuerdos para torcer una historia como esta. Una historia que alguien compartirá, una historia que con certeza dará mucha rabia a los fanáticos ortodoxos de las verdades absolutas y de los rankings (Pelé o Maradona, los Beatles o los Rolling) intento molestar a los cabrones que se llevan la mano al corazón con el himno nacional, a los vigilantes de la lealtad ultracomprometida y de la tontera patriotera fascista. Espero que haga picar sus pálidos traseros con mis volteretas del tablón. Aún cuando no sé donde vaya a terminar este texto de la entraña. Prefiero aclararlo: no nací polémico, nací cruzado y en una familia intensa y extensa, con una decena de tíos (padre incluido) esperando un sobrino varón. Una familia ansiosa por llevar al primer pendex al estadio, una familia que dejaría el luto de la abuela gritando en el estadio. Así no podía ser distinto el desenlace.

 Ni bien cumplí un año, ya tenía el uniforme completo de la universidad. Dice mi madre que el pilucho tenía el escudo cruzado por la espalda. El día de los franciscos me llevaron por primera vez al estadio, un Santa Laura travestido por las jornadas dobles con hinchas de uno y otro equipo. Pasaban pesadamente los años ochenta. Mi primera marraqueta mechada me la sampé con una crush esperando el ingreso de los “blondos” jugadores católicos; los Pablo Yoma, los Luka Tudor, los Raimundo Tupper (Q.E.P.D). Los de buen pié, los finolis del campeonato nacional. Claro que en esos años me inundaba un romanticismo absolutamente sordo, realmente sentía los valores del buen fútbol (los siúticos de hoy le llaman los valores del caballero cruzado, hoy a los de la mesa redonda sólo los veo en festines y jolgorios perversos, listos para darse latigazos culpógenos), realmente apreciaba ese estilo de jugar a la pelota, de toque, de toque, tal vez demasiado toque. Sordo porque no veía como tejían el futuro de la institución, era weonazo, ingenuo, pánfilo. No entendía que subir al cerro, tan cerca de mi colegio, de mi casa, de mi “barrio”(¿?) significaba en realidad la muerte del equipo, del club, fuimos dando un paso tras otro, cual ganado, lentamente llegamos a lo que hoy conocemos como Sociedades Anónimas. Ni cagando entendía que no jugaríamos los clásicos con la U en nuestro estadio, ni con el colo, en fin ni los conciertos son buenos en la cordillera. 

 En la distribuidora de maderas (DIMA) de la familia de mi padre, ubicada en Independencia, trabajaba Don Enrique, un viejo fanático de la UC. Tenía tres o cuatro posters con los equipos campeones de la cato, los Néstor Icella, los Ignacio Prieto, los Vicente Cantatore; no podían ser más por falta de copas y estrellas. Supe que algunas veces subió la cordillera para seguir a su equipo, supe que su radio de bolsillo nunca le falló.  Era de esos viejitos que echo tanto de menos, esos que aún aparecen en partidos de segunda división, esos que vociferan contra el referí voz en cuello, con una mano exclamatoria y la otra firme con la transistor al oído. De vez en cuando intervenía replicando el comentario del comentarista. Juegue al teléfono (vaso plástico y una pita) y verá, el resultado de esa conversa es único, inaudito y trascendental en el futuro de todo hombre. Pase por la Unión Chica, puede topárselo, viejo querido, viejo chucha, siempre encantado con un borgoña.

 Puedo decir que fui infectado por el gusto del toque y el pase en las pichangas del colegio, en los partidos con los primos, en cualquier cancha, pasto, maicillo, baldozas... puede pensarse que era medio extraño mi sentir pelotero: siempre me gustó más meter un buen pase que hacer un gol, ahora si el gol era resultado de una murallita cuanto mejor. La católica siempre o casi siempre tuvo de esos jugadores que yo idolatraba como una groupie loca. No hace mucho dejé de dormir hasta la suciedad con el uniforme del equipo, jugando finales con la almohada, pegando patadas bajo la sábana estilo Jorge Aravena, Coke Contreras (el pase de borde externo), la vieja Reinoso, Gorosito (tiro libre a colo-colo en el monumental): fotografías de un tiempo que cayó solo. De eso ¿cuanto ha pasado?, ¿Cuántas copas regalamos? Veo al matador, año noventa y cuatro y se me cuecen las bolas.

 Mi vida de fútbol se distorsiona, se vuelve lúcida, crítica, irascible. El fracaso hace su entrada oficial, con uniforme puma y logo cristal en el pecho. Siguieron las intentonas y un par de desastres: Garnero, Capria, Morales. Se hablaba del mejor trabajo de inferiores, del mejor programa formativo. Todo eso lo creía, en el sentido casi religioso, desde la perspectiva católica apostólica romana de la fé. Sinceramente, a la fecha, no le encuentro la vuelta. Hoy que soy un descreído, hoy que no comulgo con casi nada. Hoy me avergüenzo del voto de Jaime Estevez, de Cruzados S.A y de la UC a favor de Segovia, en contra de Harold y en contra de Bielsa finalmente.  Hoy me cuesta ser de un equipo. Me resulta absurdo.

Don Enrique ya no va al estadio, se aburrió de tomar la micro Recoleta - Los Dominicos weón, se aburrió de ver una barra partida en dos (sabe usted que los cruzados, la barra de la UC ha pasado más de la mitad de su historia dividida, sabe usted que si llega a la cordillera escucha al lado sur un canto y en el norte otro, sabe usted que con cueva, sumando ambas facciones, la barra toda alcanza los 100 pelagatos). Don Enrique se aburrió de asistir a un estadio lais, se cabrio de seguir un equipo sin alma, sin pasión, sin pachorra, un equipo fantasma. No era broma cuando decían que el segundo minero rescatado era de la cato. ¿Acaso no vio la ultima final con Colo – Colo?. En este escenario apocalíptico de las últimas semanas me sitúo irracionalmente en el lado Bielsístico de la confrontación, como en todo, uno no elige. Se nace. Uno ama o no ama el césped.

 Es cierto, he querido ser de otros equipos, me he avergonzado de ser un cuico cruzado, he renegado entre botella y botella de mi corazón, pero siempre vuelvo.  Conozco la derrota, me gusta la tragedia, me gusta soñar, me gusta el baile, me gusta el toque, el chanfle. Ahora bien, de vez en cuando hay que trancar con la cabeza, meter un puntete, de vez en cuando, muy de vez en cuando viene bien ganar.

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